Aquél día llegó temprano, con tiempo para tomarse un camecafé con su compañera de fatigas en los últimos tiempos. Charlaron animadamente, sobre todo de sus planes de vacaciones, y luego se dirigieron cada una a su clase y una vez allí, a su pupitre.
Elba seguía las mismas rutinas desde hace muchos años. Abría la cajonera de la izquierda y sacaba su agenda, sus cuadernillos desgastados y llenos de garabatos, su lápiz, su bolígrafo azul y un rotulador grueso. Sobre la mesa descansaban varias carpetas y de la mochila extraía un botellín de agua y una manzana.
Las mañanas transcurrían de manera muy semejante, practicamente iguales. Clase, descanso. Clase, descanso. Descanso más largo. Clase, descanso y fini.
Pero ese día ya no era como el resto. Era su último día en este colegio. Y de allí pasaría a otro, y a otro... y quién sabe a cuantos más. En el fondo todos eran lo mismo.
Y cuando terminó, Elba recogió sus enseres personales -como había visto hacer en tantas películas-, en una caja de cartón marrón. Y cerró la cajonera, dejándola vacía para el nuevo escolar que allí se asentaría seguramente el próximo curso. Y no quiso despedirse de nadie, ni mirar atrás, huyendo del jolgorio de abrazos, besos y otras muestras efusivas que el resto de compañeros intercambiaba a sus espaldas.
Cuando la puerta se cerró tras de sí, el viento fresco le abofeteó dulcemente el rostro. Cerró los ojos, suspiró y se sintió inmensamente libre.
Tijuana in Green
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